Los sonidos de las profundidades del océano

07/03/2022 7:09:49

Línea Verde

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Los peces payaso hacen chasquidos firmes con los dientes para defender su privilegios sexuales. Los sapos de mar en celo sueltan un silbido algudo cuando pasa por delante una hembra. Las pirañas rojas se intimidan entre ellas con algo parecido a pequeños ladridos. Las corvinas del Golfo de California (Cynoscopion othonopterus) emiten un ruido tan potente que puede dejar sordas a otras criaturas marinas. Y los delfines, las belugas y los cetáceos dentados se guían usando el “sónar de la naturaleza”: el eco rebotado de sus propios sonidos.

Las profundidades marinas y fluviales, pese a las apariencias, no son precisamente un lugar silencioso. El sonido viaja en el agua hasta cinco veces más rápido y a distancias mucho mayores. Usando sus dientes, sus órganos faríngeos o sus vejigas natatorias como cajas de su resonancia, las criaturas marinas recurren a un amplio espectro de “ruidos” que van de los golpes secos a los gruñidos. Aunque inaudible desde la superficie, estamos ante un auténtico “coro natural de los océanos” que cada vez sufre una mayor interferencia humana.

Científicos de una decena de países han aunado ahora esfuerzos para hacer un inventario global de los sonidos acuáticos, bautizado como Glubs por sus siglas en inglés (Global Library of Underwater Biological Sounds). La iniciativa ha tenido un amplio eco tras la su publicación en Frontiers in Ecology and Evolution.

Sonidos de las especies marinas

De las 250.000 especies marinas conocidas, se ha confirmado que 126 mamíferos, 100 invertebrados y al menos 1.000 especies de peces emiten sonido (aunque se estima que el número podría llegar a los 22.000). Para comunicarse, aparearse y orientarse, para buscar alimento o ahuyentar a los depredadores, las especies de agua marina usan los sonidos como auténticos salvavidas.

“La importancia del sonido en los océanos es comparable a la de la luz en la atmósfera”, apunta el científico y ambientalista norteamericano Jesse Ausubel, fundador del International Quiet Ocean Experiment (IQOE) y uno de los impulsores del proyecto Glubs.

“La física de los océanos eleva precisamente el sonido al más alto escalafón de lo sentidos”, matiza Ausubel. “Hay mucho en los mares que no podemos ver, pero sí oír. Los paisajes sonoros nos permiten calibrar la variedad de especies, su distribución y su abundancia. El sonido del mar es el gran indicador de la biodiversidad”.

“Necesitamos entender mejor cuáles son los sonidos de los hábitats saludables y cómo les están impactando los cambios en el medio ambiente”, advierte Miles Parsons, del Instituto Australiano de la Ciencia Marina y al frente del proyecto GLUBS. “El declive de la biodiversidad, la interferencia humana y el cambio climático están alterando la distribución y el comportamiento de las especies. Con sistemas de escucha pasiva, tenemos la capacidad de documentar, cuantificar y entender los paisajes sonoros antes de potencialmente desaparezcan”.

“Algunos animales se están moviendo hacia latitudes más altas para poder permanecer con las mismas temperaturas”precisa Parsons. “Otros están respondiendo a los estresores con cambios en su conducta: por ejemplo, aumentando la frecuencia de sus sonidos, o haciéndolos más altos para que no queden enmascarados”.

Argyrosomus japonicus

Puestos a elegir entre sus sonidos submarinos predilectos, Miles Parsons se inclina por la potente vibración que emite el Argyrosomus japonicus (de la familia de los esciénidos) en el río Swan de Australia, registrado como “el sonido acuático más alto del mundo” hasta el 2017. O tal vez el de la foca barbuda: “Un trino en espiral que parece salido de un programa espacial”. Y por supuesto el coro de los peces gruñidores en la bahía de Darwin, “coordinado con las puestas de sol y con las mareas altas”.

Jesse Ausubel recoge el testigo y nos recuerda los importantes que son también los sonidos acuáticos “no biológicos”, como el romper de las olas, las gotas de la lluvia y el crujido del hielo: “La vida marina utiliza el conocimiento natural de esos sonidos y se acompasa con ellos”.

Hidrófonos e inteligencia artificial

“Gracias a los hidrófonos y a las nuevas tecnologías, tenemos un conocimiento mucho mayor en las últimas décadas, aunque esperamos que el proyecto GLUBS nos ayude a tener el cuadro completo”, augura Ausubel. “Queremos que sea una plataforma y un espacio compartido por los investigadores, al que pueden sumarse también los ciudadanos con sus propias contribuciones y usando equipos de grabación de bajo coste”.

Ausubel confía también en la aplicación de la inteligencia artificial a la hora de identificar la variedad de sonidos y tal vez descifrar la letra y música de “la canciones de amor” de los animales marinos, que cuentan ya con miles admiradores en portales como FishSounds.

La finalidad primera y última de GLUBS es sin embargo que crear conciencia sobre lo importante que es preservar los “paisajes sonoros” y mitigar o prevenir el “ruido antropogénico”. La fuente principal de contaminación acústica es sin duda la causada por los buques, que tanto interfieren en las rutas y en los hábitats de los cetáceos.

Curiosamente, de la misma manera que ocurrió en las ciudades, la “pausa” económica del Covid se tradujo en una notable disminución del ruido por la disminución del tráfico marítimo. La pesca industrial, los sónares militares, las prospecciones sonoras marinas para detectar bolsas de gas o de petróleo o la construcción de los parques eólicos son otra de las amenazas disonantes de la música del mar.

“Por suerte, no todo son malas noticias”, concluye Miles Parsons. “En los sistemas de propulsión y diseño de los barcos se están introduciendo cambios significativos para reducir el ruido. Las prospecciones están ensayando también con métodos menos disruptivos. Y se están empezando por fin a tomar medidas políticas para minimizar el impacto sonoro en los santuarios marinos”.

Fuente: CARLOS FRESNEDA / EL MUNDO

Artículo de referencia: https://www.elmundo.es/ciencia-y-salud/medio-ambiente/2022/03/04/621e290afdddff43ad8b45ca.html

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CARLOS FRESNEDA / EL MUNDO

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